En Lima, a los 3 días
del mes de octubre de 2003, reunido el Tribunal Constitucional en sesión de Pleno Jurisdiccional, con la
asistencia de los señores magistrados Alva Orlandini, Presidente; Bardelli
Lartirigoyen, Vicepresidente; Rey Terry, Aguirre Roca, Revoredo Marsano,
Gonzales Ojeda y García Toma, pronuncia la siguiente sentencia
Alegan
que el artículo 1° y la Segunda Disposición Final y Transitoria de la ley
cuestionada, han establecido un monopolio por cinco años a favor de Telefónica
del Perú, para que preste, de forma exclusiva, los servicios de telefonía fija
local y de portadores de larga distancia nacional e internacional, atentando de
esta forma contra el artículo 61° de la Constitución Política del Perú, que
declara que el Estado combate el abuso de posiciones dominantes o monopólicas,
y, por ende, que ninguna ley puede autorizar la creación de monopolios.
Sostienen que el artículo 3°
de la ley en cuestión viola el artículo 62° de la Constitución, ya que otorga
el carácter de “contrato-ley” a la
concesión pactada con Telefónica del Perú, pese a que el segundo párrafo
del artículo en mención sólo permite la celebración de contratos-ley para
otorgar garantías y seguridades; más aún, los Decretos Legislativos N.os
662 y 757 precisan los casos en que pueden suscribirse, y, entre ellos, no
figuran los de concesión de un servicio público; agregando que dichos contratos
tienen como finalidad que el Estado establezca garantías y otorgue seguridades
a los inversionistas, lo que no sucede con los contratos de concesión.
Refieren que también se
viola el artículo 65° de la Carta Magna, ya que se han pactado una serie de
beneficios a favor de Telefónica del Perú y se ha omitido defender a los
millones de usuarios. Dichas ventajas se traducen en haber creado un monopolio
a favor de la empresa, el cobro de la renta básica, el cobro por minuto y el
pago que se hace la misma empresa por gerenciar su negocio, todo lo cual
resulta perjudicial para los consumidores y usuarios, añadiendo que se atenta
contra el artículo 103° de la Constitución, toda vez que la mencionada ley se
expidió sólo para celebrar el contrato de concesión con la Compañía Peruana de
Teléfonos, hoy Telefónica del Perú S.A.A.
Indican que la Primera Disposición
Transitoria de la ley cuestionada transgrede la Octava Disposición Transitoria
de la Constitución, que aun no siendo parte de la Carta Magna, dispone la eliminación progresiva de
los monopolios otorgados, es decir, los ya existentes, y no crear uno nuevo,
como ha sucedido en el presente caso; además, señalan que, a su criterio, la
misma Octava Disposición Transitoria es contraria a la Constitución, porque la
Carta Magna de 1979 y la de 1993 no permiten, aun por excepción, la creación de monopolios. La violación se
produce porque las leyes de desarrollo constitucional relativas a los
mecanismos y al proceso para eliminar progresivamente los monopolios legales
otorgados en las concesiones y licencias de servicios públicos, se deben
aplicar a las concesiones y licencias de servicios públicos otorgados antes de
la entrada en vigencia de la actual Constitución, esto es, antes del 1 de enero
de 1994, y no con posterioridad, como ocurre con el contrato de concesión
cuestionado, suscrito el 16 de mayo de 1994.
Afirman
que el contrato-ley celebrado con Telefónica es inconstitucional, por cuanto ha
sido suscrito y pactado inválidamente, violando los artículos 2°, inciso 14),
62°, 65° y 103° de la Constitución, y, además, porque contraviene lo dispuesto
en la Ley N.° 25988, y, asimismo, por haberse autorizado su suscripción
mediante una ley inconstitucional, de modo que teniendo en cuenta que lo
accesorio sigue la suerte de lo principal, deviene igualmente inconstitucional.
Expresan que el artículo 39° del Decreto Legislativo N.° 757 establece que los
contratos de estabilidad son contratos con fuerza de ley, es decir, que tienen
la categoría de ley, por lo que es posible que se declarare su
inconstitucionalidad.
El
apoderado del Congreso de la República contesta la demanda solicitando que se
la declare improcedente o, en su caso, infundada. Alega que es improcedente,
por las siguientes razones:
a)
La
parte demandante no tiene legitimidad para obrar, ya que varios Congresistas se
han apartado del proceso al retirar sus firmas y, en el proceso de
inconstitucionalidad, el retiro de cualquiera de los miembros de la parte
demandante que signifique el incumplimiento de contar con la cantidad mínima de
personas necesarias para interponer la demanda, afecta la legitimación procesal
que exige la Constitución y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.
b)
La
demanda fue interpuesta vencido el plazo de prescripción establecido por ley,
debido a que la Ley N.° 26618, de fecha 8 de junio de 1996, fijó en seis meses el
plazo para que prescriba la acción de inconstitucionalidad; y, según la
Tercera Disposición Transitoria de la
Ley N.° 26435, este plazo empezó a
computarse desde el día en que quedó constituido el Tribunal Constitucional,
esto es, el 24 de junio de 1996. Lo que significa que, a la fecha de
publicación de la Ley N.° 27780, esto es, el 12 de julio de 2002, que amplió el
plazo de prescripción a 6 años, éste ya se había cumplido.
c)
La
demanda es jurídicamente imposible, pues dicha ley ya agotó sus efectos, dado
que el período de concurrencia limitada establecido en ella, culminó el 1 de
agosto de 1998, por lo que carece de sentido y utilidad declarar la
inconstitucionalidad, por lo menos, de los artículos 1° y 2° de dicha norma,
así como de su Segunda Disposición Transitoria, que se refieren al período de
concurrencia limitada.
d)
La
demanda de inconstitucionalidad contra el contrato – ley es jurídicamente
imposible, pues el “blindaje” de contrato-ley no lo convierte en ley, no sólo
porque no es expedido por el Estado, en uso de su potestad de imperio y con las
formalidades que una ley requiere, sino porque, además, no rige para una
generalidad de sujetos y para supuestos abstractos; únicamente obliga a las
partes que lo acordaron, en ejercicio de su libertad contractual y dentro de su
relación jurídico-patrimonial.
e)
La
demanda incurre en una indebida acumulación de pretensiones, porque el Tribunal
Constitucional no tiene competencia para declarar la constitucionalidad o
inconstitucionalidad de un contrato-ley, pues, conforme al artículo 62° de la
Constitución Política del Perú, cualquier conflicto derivado de una relación
contractual sólo puede ser solucionado en la vía judicial o arbitral.
Por otro lado, solicita que
la demanda se declare infundada, aduciendo que:
a)
La
Ley N.° 26285 no viola el artículo 61° de la Constitución, pues es una
consecuencia de la Octava Disposición Transitoria de la misma, ya que el plazo
de 5 años de concurrencia limitada no
crea un monopolio, sino fija un plazo para la culminación de un
monopolio legal y real ya existente (desmonopolización progresiva) al momento
de entrada en vigor de la Constitución y de la propia ley impugnada, ejercido
por la Empresa Nacional de Telecomunicaciones del Perú S.A. y la Compañía
Peruana de Teléfonos S.A.; por consiguiente, lo que hizo la ley cuestionada fue
finiquitar el plazo determinado de
exclusividad; concretizando, así, la Octava Disposición Transitoria de la
Constitución.
b)
La
Ley N.° 26285 no vulnera el artículo 62° de la Constitución, pues el contrato
de concesión se encuentra vinculado estrechamente a los convenios de
estabilidad jurídica, teniendo en cuenta que a través de éstos el Estado brinda
al concesionario las garantías y seguridades para la adecuada ejecución del
contrato de concesión que implica, esencialmente, la prestación de un servicio
público, como en el presente caso. Además, dicho artículo no restringe el
otorgamiento de garantías y seguridades a través de los contratos-ley
únicamente a los convenios de estabilidad jurídica, excluyendo a los contratos
de concesión, pues el contrato – ley constituye un instrumento para fomentar la
inversión; y desde esa perspectiva, es aplicable también a las concesiones.
Afirma que el contrato de concesión es un contrato administrativo, al que la
ley le confiere el carácter de contrato-ley, y las garantías y seguridades que
lo caracterizan están vinculadas con los contratos de concesión.
c)
La
ley cuestionada no atenta contra el artículo 65° de la Constitución, dado que
cuando ésta le dio el carácter de contrato-ley al contrato de concesión, el
Estado se obligó a no modificarlo o resolverlo unilateralmente, pero no
renunció a su potestad protectora de los usuarios de los servicios de
telefonía, ejerciéndola a través de OSIPTEL en sus facultades reguladora,
fiscalizadora, sancionadora, y resolutora de controversias y de reclamos de los
usuarios, en virtud del propio contrato-ley que está siendo impugnado. Por tal
motivo, ni el Tribunal Constitucional, ni el Congreso de la República, son los
órganos pertinentes para resolver los conflictos surgidos entre los usuarios y
las empresas que brindan el servicio de telecomunicaciones.
d)
No
transgrede el artículo 103° de la Carta Fundamental, debido a que antes de que
se dicte la ley impugnada, ya existía un monopolio, que la norma no crea,
fijando más bien un plazo para la culminación de dicho monopolio. Sostiene que
tampoco es posible afirmar que la ley cuestionada haya sido dictada con nombre
propio, pues esta norma fue dictada en enero de 1994, casi mes y medio antes de
la subasta pública internacional en la que se otorgó la buena pro a Telefónica
del Perú y en la que participaron tres consorcios que agrupan a importantes
operadores telefónicos internacionales.
e)
Cuando
la ley señala que se otorgaría un plazo de concurrencia limitada de 5 años, no
se viola la Octava Disposición Transitoria de la Constitución ni ninguna otra
norma constitucional, pues el legislador fue consciente de que la eliminación
de los monopolios legales no podía darse automáticamente, sino de forma gradual
o paulatina.
A efectos de mejor ilustrar
su criterio, dada la peculiaridad de la controversia, este Tribunal
Constitucional solicitó información al Ministerio de Transportes y
Comunicaciones, OSIPTEL, INDECOPI y la Defensoría del Pueblo; y a las
siguientes personas jurídicas: AT & T, TIM Perú S.A.C., AMERICATEL PERÚ,
NEXTEL, TELEFÓNICA, José I. Távara, Jefe del Departamento de Economía de la
Pontificia Universidad Católica del Perú, a título personal, y la Asociación Peruana de Consumidores y
Usuarios.
FUNDAMENTOS
§1. Petitorio
1.
El objeto de la demanda es que se declare la
inconstitucionalidad de los artículos 1°, 2° y 3°, la Primera y Segunda
Disposición Final y Transitoria de la Ley N°. 26285 y, acumulativamente, del “contrato-ley”
de concesión celebrado entre el Estado peruano y la Compañía Peruana de
Teléfonos, hoy Telefónica del Perú S.A.A.
§2. Objeto de
la acción de inconstitucionalidad y la impugnación del Contrato-Ley de
Concesión
2.
Antes de ingresar en el análisis de la primera
parte de la pretensión, el Tribunal Constitucional examinará si tiene
competencia para efectuar el control de constitucionalidad, sobre un
contrato-ley, como el celebrado entre el Estado peruano y la Compañía Peruana
de Teléfonos, hoy Telefónica del Perú S.A.A.
Ello ha de partir, como es obvio, del análisis de las disposiciones
constitucionales que regulan las competencias de este Tribunal y, en
particular, del inciso 4) del artículo 200° de la Constitución, concordante con
el artículo 20° de la Ley N°. 26435, Orgánica del Tribunal Constitucional [en
adelante, LOTC], según los cuales, a través del proceso de
inconstitucionalidad, se evalúa si una ley
o norma con rango de ley son
incompatibles, por la forma o por el fondo, con la Constitución Política del
Estado.
§3.
El marco conceptual del orden jurídico
3. El orden
jurídico es un sistema orgánico, coherente e integrado jerárquicamente por
normas de distinto nivel que se encuentran interconectadas por su origen, es
decir, que unas normas se fundan en otras o son consecuencia de ellas.
El ordenamiento jurídico se conceptualiza como una pluralidad de normas
aplicables en un espacio y tiempo determinados, y se caracteriza por constituir
una normatividad sistémica, y por su plenitud hermética.
En puridad, una norma jurídica sólo adquiere valor de tal, por su
adscripción a un orden. Por tal consideración, cada norma está condicionada
sistémicamente por otras. Ello debido a que el orden es la consecuencia de una
previa construcción teórico-instrumental.
Al percibirse el derecho concreto aplicable, en un lugar y tiempo
determinados, como un orden regulador, se acredita la constitución de una
totalidad normativa unitaria, coherente y organizadora de la vida
coexistencial.
Ariel Álvarez Gardiol (Manual de
Filosofía del Derecho. Buenos Aires: Astrea, 1982) afirma que el orden
jurídico comporta la existencia de una normatividad sistémica, puesto que
“(...) el derecho es una totalidad, es decir, un conjunto de normas entre las
cuales existe tanto una unidad como una disposición determinada”. Y agrega que,
por ende, se le puede conceptuar como “el conjunto o unión de normas dispuestas
y ordenadas con respecto a una norma fundamental y relacionadas coherentemente
entre si”.
Esta normatividad sistémica se rige bajo el criterio de la unidad, dado
que se encuentra constituida sobre la base de un escalonamiento jerárquico,
tanto en la producción como en la
aplicación de sus determinaciones regulatorias.
Hans Kelsen (Teoría Pura del
Derecho. Buenos Aires: Eudeba, 1987) precisa que un orden normativo
sistémico es unitario, porque todas sus normas convergen en una norma
fundamental, de la cual derivan directa o indirectamente, en sucesión, grado o
escalera, hasta llegar a las normas más concretas.
Toda norma encuentra su fundamento de validez en otra superior, y así
sucesivamente, hasta llegar a la norma fundamental. Tal concepto de validez no
sólo alude a la necesidad de que una norma se adecue formalmente a otra
superior, sino también a su compatibilidad material.
Esta normativa está sujeta al criterio de coherencia, pues la
normatividad sistémica es una totalidad armónicamente ordenada, en la que las
normas que la conforman guardan una relación de compatibilidad entre sí, lo que
excluye cualquier posibilidad de contradicción permanente.
Esta vocación por la coherencia exige la exclusión de cualquier
situación en que dos normas que se contradicen en sus consecuencias jurídicas,
pertenezcan o sigan perteneciendo a un mismo ordenamiento legal.
En consonancia con todo lo expuesto, puede señalarse que la normatividad
sistémica del orden jurídico descansa en los siguientes principios: la
coherencia normativa y el principio de jerarquía de las normas.
§3.1. El principio de la
coherencia normativa
4. Dicha noción implica la
existencia de la unidad sistémica del
orden jurídico, lo que, por ende, presume una relación armónica entre las
normas que lo conforman.
Ello es así por la necesaria e imprescindible compenetración,
compatibilidad y conexión axiológica, ideológica y lógica entre los deberes y
derechos asignados, además de las competencias y responsabilidades establecidas
en el plano genérico de las normas de un orden jurídico.
Lo opuesto a la coherencia es la antinomia o conflicto normativo, es
decir, la existencia de situaciones en las que dos o más normas que tienen
similar objeto, prescriben soluciones incompatibles entre sí, de modo tal que
el cumplimiento o aplicación de una de ellas acarrearía la violación de la
otra, ya que la aplicación simultánea de ambas resulta imposible.
Como puede colegirse de lo expuesto, la coherencia se ve afectada por la
aparición de las denominadas antinomias. Estas se generan ante la existencia de
dos normas que simultáneamente plantean consecuencias jurídicas distintas para
un mismo hecho, suceso o acontecimiento. Allí se cautela la existencia de dos o
más normas afectadas “por el síndrome de incompatibilidad” entre sí.
La existencia de la antinomia se acredita en función de los siguientes
presupuestos:
- Que las normas afectadas por
el “síndrome de incompatibilidad” pertenezcan a un mismo orden jurídico; o que
encontrándose adscritas a órdenes distintos, empero, estén sujetas a relaciones
de coordinación o subordinación (tal el caso de una norma nacional y un
precepto emanado del derecho internacional público).
- Que las normas afectadas por
el “síndrome de incompatibilidad” tengan el mismo ámbito de validez (temporal, espacial, personal o
material).
El ámbito temporal se refiere al
lapso dentro del cual se encuentran vigentes las
normas.
El ámbito espacial se refiere al territorio dentro del cual rigen las
normas (local, regional, nacional o supranacional).
El ámbito personal se refiere
a los status, roles y situaciones jurídicas que las normas asignan a los
individuos. Tales los casos de nacionales o extranjeros; ciudadanos y
pobladores del Estado; civiles y militares, funcionarios, servidores, usuarios,
consumidores, vecinos; etc.
El ámbito material se refiere a la conducta descrita como exigible al destinatario
de la norma.
- Que las normas afectadas
por el “síndrome de incompatibilidad” pertenezcan, en principio, a la misma
categoría normativa; es decir, que tengan homóloga equivalencia jerárquica.
Atendiendo a ello, puede definirse la antinomia como aquella situación
en que dos normas pertenecientes al mismo orden jurídico y con la misma
jerarquía normativa, son incompatibles entre sí, debido a que tienen el mismo
ámbito de validez.
§3.2. El principio de jerarquía piramidal de las
normas
5. La normatividad sistémica requiere necesariamente que se
establezca una jerarquía piramidal de las normas que la conforman.
Al respecto el artículo 51° de la Constitución, recogiendo
dicho principio, declara: “La Constitución prevalece sobre toda normal legal;
la ley, sobre las normas de inferior jerarquía, y así sucesivamente. La
publicidad es esencial para la vigencia de toda norma del Estado”.
Con ello se postula
una prelación normativa con arreglo a la cual, las normas se
diversifican en una pluralidad de categorías que se escalonan en consideración
a su rango jerárquico.
Dicha estructuración
se debe a un escalonamiento sucesivo tanto en la producción como en la
aplicación de las normas jurídicas.
Esta jerarquía se fundamenta en el principio de subordinación escalonada. Así, la norma
inferior encuentra en la superior la razón de su validez: y, además, obtiene
ese rasgo siempre que hubiese sido creada por el órgano competente y mediante
el procedimiento previamente establecido en la norma superior.
Como señala Francisco Fernández Segado [El sistema Constitucional Español, Madrid: Dykinson, 1992], la
pirámide jurídica “(...) implica la existencia de una diversidad de normas
entre las que se establece una jerarquización, de conformidad con la cual una norma situada en un rango
inferior no puede oponerse a otra de superior rango. Ello, a su vez, implica
que el ordenamiento adopte una estructura jerarquizada, en cuya cúspide
obviamente se sitúa la Constitución”. Un sistema jurídico no está constituido
por normas yuxtapuestas y coordinadas, sino por normas jerárquicas y
superpuestas.
Ello presupone una clara correlación entre la fuente de la
que emana una norma, la forma que ésta ha de adoptar y la fuerza jurídica de la
misma. El precepto que regula la producción normativa es, prima facie, una norma superior; mientras que la producida
conforme a esa regulación es una la norma inferior.
En toda estructura jerárquica existen tres tipos de normas,
a saber, las productoras, las ejecutoras y las ejecutoras-productoras:
- Las normas
productoras, en un sentido amplio, son las que revelan la expresión y ejercicio
de un poder legislativo (originario o derivado), por el que se promueve y
condiciona la expedición de otras normas, a las cuales se les asigna una jerarquía
inferior. Es el caso de la Constitución
y de buena parte de las leyes.
- Las normas
ejecutoras son aquellas que dan cumplimiento a lo dispuesto o establecido en
una norma productora. Tal el caso de las resoluciones.
- Las normas
ejecutoras-productoras son aquellas que realizan ambas tareas simultáneamente.
Tal el caso de una buena parte de las leyes y los decretos.
La producción de
normas deja constancia del inseparable binomio poder-deber.
El poder del legislador consiste en la facultad de crear,
modificar, abrogar, –etc.–, normas dentro de un Estado, siempre que se respeten
las reglas de elaboración.
Este poder se manifiesta descendentemente en cinco planos:
poder constitucional, poder legislativo ordinario, poder reglamentario, poder
jurisdiccional y poder negocial o de declaración de voluntad.
El deber de legislar consiste en la atribución de dictar
normas que permitan hacer cumplir, respetar o ejecutar los alcances de otras de
mayor jerarquía.
Este deber
ascendentemente se manifiesta en cuatro planos:
-
Deber negocial o de declaración de
voluntad, dentro del marco de la Constitución y demás normas de carácter
público.
-
Deber de aplicar la ley y ceñirse a ésta
para resolver los conflictos de carácter judicial o administrativo.
-
Deber de reglamentar las leyes sin
transgredirlas ni desnaturalizarlas.
- Deber de legislar dentro del contexto
señalado por la Constitución.
Debe advertirse que si bien todo ordenamiento tiene forma
piramidal, no todos tienen el mismo número de categorías y grados.
§3.3. Los principios constituyentes de la
estructura jerárquica de las normas
6. El orden jurídico no es un sistema de preceptos situados
en un mismo plano y ordenados equivalentemente, sino una construcción
escalonada de diversos estratos o categorías normativas.
Esta disposición estratificada es producto del uso de una
pluralidad de principios que, en algunos casos, pueden determinar la ubicación
de una norma dentro de una categoría normativa, o su prelación al interior de
la misma.
a) Principio de constitucionalidad
Las normas constitucionales poseen supremacía sobre
cualesquiera otras del sistema, por lo que cuando éstas se les oponen formal o
materialmente, se preferirá aplicar las primeras. Como acota Manuel García
Pelayo: "Todo deriva de la Constitución y todo ha de legitimarse por su
concordancia directa o indirecta con la Constitución".
b) Principio
de legalidad
Es una regla que exige sujeción a la ley
y a aquellas normas de similar jerarquía.
En tal virtud, condiciona la validez de las normas de inferior rango.
Tal supremacía está prevista en el artículo 51° de la
Constitución, que dispone que después del texto fundamental, la ley prevalece
sobre toda otra norma de inferior jerarquía.
c) Principio de subordinación subsidiaria
Establece la prelación normativa descendente después de la
ley y contiene a los decretos, las resoluciones y las normas de interés de
parte.
Esta disposición normativa se encuentra contemplada en el ya citado artículo 51° de
la Constitución y en el artículo 3° del Decreto Legislativo N.° 560, conocido
con el nomen juris de Ley del Poder
Ejecutivo.
d) Principio de jerarquía
funcional en el órgano legislativo
Expresa que a falta de una asignación específica de
competencia, prima la norma producida por el funcionario u órgano funcional de
rango superior. Se aplica preferentemente al interior de un organismo público.
Este principio se deduce lógicamente de la estructura de
jerarquía funcional operante en cada organismo público. Así, en el Gobierno
Central, se deberán tener en cuenta las normas generales previstas en los
artículos 37° y siguientes del Decreto Legislativo N.° 560 -Ley del Poder
Ejecutivo-, además de lo dispuesto por otras leyes.
7.
Ahora bien, la pirámide jurídica nacional
debe comprenderse a la luz de dos criterios rectores: las categorías y los
grados.
Las categorías son expresión de un género normativo que
ostenta una cualificación formal y una condición preferente determinada por la
Constitución o por sus normas reglamentarias.
Ellas provienen de una especie normativa; es decir, aluden a
un conjunto de normas de contenido y valor semejante o análogo.
En nuestro ordenamiento, la primera categoría se encuentra
ocupada por las normas constitucionales y las normas con rango constitucional;
la segunda está conformada por la ley y
normas con rango de ley; la tercera
está constituida por los decretos y normas de naturaleza ejecutiva; la cuarta
por las resoluciones; y la quinta por las normas con interés de parte. Estas
últimas incluyen las decisiones del Estado surgidas a petición de los
particulares, o actos de éstos sin intervención estatal, que generen derechos y
deberes de carácter personal.
Desde esta perspectiva, las acciones de inconstitucionalidad
operan contra las normas contenidas en la segunda categoría; es decir, contra
las leyes y normas con rango de ley, donde se incluye a las leyes orgánicas,
las leyes ordinarias en sus distintas denominaciones [leyes generales, de
bases, de desarrollo constitucional, etc.], los tratados (aprobados por el Congreso), los decretos legislativos,
las resoluciones legislativas, el
Reglamento del Congreso, las ordenanzas municipales, las normas regionales de
carácter general, las ordenanzas regionales, el decreto de urgencia y los
decretos leyes.
Cabe precisar que, respecto a las últimas categorías, no
todas ellas tienen el mismo grado. Entre ellas existen grados. Los grados son
los que exponen una jerarquía existente entre las normas pertenecientes a una
misma categoría. Esta prelación interna se establece por la utilización de los
principios de formalidad extraordinaria y jerarquía del órgano que la expide.
Tal el caso de las resoluciones (en cuyo orden decreciente aparecen las
resoluciones supremas, las resoluciones ministeriales, las resoluciones viceministeriales,
etc.).
§3.4. Las normas con interés de parte y la
declaración de voluntad
8.
Se trata de instrumentos normativos que
permiten a las personas regular sus intereses y relaciones coexistenciales de
conformidad con su propia voluntad.
Se manifiestan como expresiones volitivas, tendentes a la
creación de normas jurídicas con interés de parte.
Como expresión del albedrío humano, la declaración de
voluntad constituye una norma jurídica obligatoria y no una mera declaración u
opinión. Es un acto jurídico en el cual
el sujeto expresa algo que está en su pensamiento, y que está encaminado a la
producción de efectos jurídicos, tales como la creación, modificación o
extinción de una relación jurídica.
Su
validez se ampara en alguna de las siguientes normas:
·
Inciso 14) del artículo 2° de la
Constitución: “Toda persona tiene derecho: [...]
A contratar con fines lícitos, siempre que no se contravengan leyes de orden
público”.
·
Apartado “a” del inciso 24) del artículo 2° de Constitución: “Nadie está
obligado a hacer lo que la ley no manda, ni impedido de hacer lo que ella no
prohíbe”.
·
Artículo 140° del Código Civil: [...]
Para [la validez del acto jurídico]
se requiere: [...]Agente capaz [...] Objeto física y jurídicamente posible [...]
Fin lícito [...] Observancia de la forma prescrita bajo sanción de nulidad”.
§3.5. Efectos jurídicos de la declaración de
voluntad
9.
Las consecuencias de la declaración de
voluntad, es decir, el corolario jurídico deseado por la persona, y por ende
amparado por el ordenamiento jurídico, se traduce en la creación, regulación,
modificación o extinción de una relación jurídica, generando la adquisición de
un derecho o el establecimiento de una responsabilidad.
La declaración de voluntad tiene dos categorías:
Declaración unilateral
de voluntad
A pesar de su carácter intersubjetivo, no supone un acuerdo
de voluntades para generar un efecto o consecuencia jurídica. Es el caso del
testamento, que por ser exclusiva liberalidad del testador, no implica acuerdo
previo con los beneficiarios. Este acto formal (una vez fallecido el testador)
funciona como un verdadero conjunto de normas jurídicas.
Declaración
contractual de voluntad
Se genera por el concurso de voluntades de dos o más
personas, que convienen en generar obligaciones a partir de un acuerdo.
Conforme a los alcances de sus efectos, plantea dos posibilidades:
El contrato que establece normas jurídicas obligatorias sólo
para las partes que lo celebran (aunque en la negociación colectiva es
frecuente que el acuerdo firmado por la representación sindical y la
empresarial, alcance incluso a aquellos que no pertenecen a la organización
sindical).
Los contratos que realiza el Estado, que tienen
consecuencias y significación que, con frecuencia, se extienden a toda la
sociedad y por varias generaciones.
Generalmente su fin es la búsqueda del bien común y la
satisfacción de intereses concretos de los ciudadanos en sus roles de usuarios
o consumidores.
10. Según el artículo 200° de la Constitución, el objeto del proceso o, lo
que es lo mismo, aquello que ha de evaluarse en su compatibilidad o no con la
Constitución, comprende aquellas categorías normativas a las que la
Constitución les ha asignado el “rango de ley”. Con la expresión “rango” se
denota la posición que una fuente formal del derecho pueda ostentar en el
ordenamiento jurídico; en tanto que con la fórmula “rango de ley” se indica que
las fuentes a las que se ha calificado como tales, se ubican en el ordenamiento
en el grado inmediatamente inferior al que ocupa la Constitución. Sin embargo,
“rango de ley” no equivale, necesariamente, a que se tenga la condición de
“fuente primaria”, esto es, que se encuentren creadas y disciplinadas, única y
directamente, por la Constitución.
En efecto, muchas de las fuentes mencionadas en el inciso 4) del
artículo 200° de la Ley Fundamental, no sólo tienen en las normas
constitucionales a las que regulan el proceso de su producción jurídica, es decir, las
reglas mediante las cuales el ordenamiento regula su proceso de creación,
modificación y extinción. En efecto, en ocasiones, sobre las diversas fuentes
aludidas en el inciso 4) del artículo 200°, la propia Norma Suprema establece
que otras fuentes del mismo rango formal cumplan, por reenvío, la función de
regular el proceso de su elaboración. En tal situación, por ejemplo, se
encuentran el decreto legislativo, las normas regionales o la ordenanza
municipal, por sólo citar algunas cuyas reglas de producción normativa, como es
evidente, no provienen sólo de la Constitución, sino también de aquellas
fuentes, como la ley, a las que aquella remite.
Por tal razón, sólo las fuentes que ocupan esa posición en el
ordenamiento jurídico, pueden ser impugnadas en el proceso de
inconstitucionalidad de las leyes.
De modo que, como el Tribunal precisó en la sentencia recaída en el Exp.
N.° 0010-2003-AI/TC [Caso de la Legislación Antiterrorista], el objeto del
control de la acción de inconstitucionalidad recae sobre las disposiciones y
normas que pertenecen a una fuente con rango de ley, es decir, sobre la
situación normativa que se deriva de una o varias disposiciones y las normas
que de ellas se puedan extraer.
11. Dado que el contrato-ley de concesión cuestionado no constituye una
categoría normativa contemplada en el inciso 4) del artículo 200° de la Constitución,
los demandantes han alegado que éste debería integrarse al objeto del proceso
por dos razones:
a)
El artículo 39° del Decreto Legislativo N.° 757
les ha otorgado “fuerza de ley”.
b)
El contrato-ley de concesión celebrado entre el
Estado peruano y la Compañía Peruana de Teléfonos (hoy Telefónica del Perú
S.A.A.), ha sido aprobado y forma parte del Decreto Supremo N.° 11-94-TCC.
12. El Tribunal Constitucional no comparte ninguna de las razones expuestas
por los demandantes.
En primer lugar, sin perjuicio de que más adelante se precise mejor los
contornos de la institución denominado “contrato-ley”, éste, constituyendo una
figura sui géneris de la institución
del “contrato”, no es una “categoría normativa”, una fuente formal del derecho
constitucional, como cualquiera de las enunciadas en el inciso 4) del artículo
200° de la Constitución. Y tal afirmación nada tiene que ver con que al
contrato, como se expuso en la audiencia pública, se tenga que reconocer fuerza
vinculante. Ciertamente, las estipulaciones de un contrato vinculan a las
partes que los suscriben, y su inobservancia, acarrea la posibilidad de que se
sancionen dichos incumplimientos. Pero una cosa es reconocer a los contratos,
en general, fuerza vinculante u obligatoriedad de sus términos, y otra, muy
distinta, atribuirles la calidad de “fuentes primarias” o, como la Constitución
denomina a las fuentes susceptibles de impugnarse mediante este proceso, de
“normas con rango de ley”.
13. En la audiencia pública se ha destacado que ese “rango de ley” del
contrato cuestionado habría que reconocérselo de facto, pues si bien éste vincula al Estado y al particular que
lo suscribió, sin embargo, tiene la particularidad de que sus efectos se
extienden con carácter general. Desde esta perspectiva, se alega, el carácter
general de sus efectos sería el que lo dotaría de la condición de “norma con
rango de ley”.
El Tribunal Constitucional no comparte dicho criterio. En primer lugar,
no es el ámbito de aplicación o el carácter general que se pueda desprender de las
estipulaciones de un acto jurídico lo que los convierte, o permite su
equiparación, a las “normas con rango de ley”. Las fuentes formales del Estado
constitucional de derecho, y el rango que pudieran tener, son aquellas a las
que el propio ordenamiento constitucional les atribuye dicha condición y rango.
Y tales cualidades son independientes de los efectos o la eficacia erga omnes que puedan poseer. Repárese,
por ejemplo, en las denominadas “leyes de medida”, esto es, en las leyes que,
por la naturaleza de las cosas, tienen como propósito regular la situación
jurídica de un ámbito reducido de destinatarios (artículo 103° de la
Constitución). En similar condición se encuentran las leyes expropiatorias
exigidas por el artículo 70° de la Constitución, o las normas regionales y las
ordenanzas municipales, estas dos últimas cuyo ámbito de eficacia, como se
sabe, está territorialmente delimitado. Y no porque cualquiera de éstas
carezcan de efectos generales, similares a la ley, puede de ellas predicarse
que no tienen “rango de la ley”.
En definitiva, no son razones lógicas, materiales, sus efectos más o menos generales, o
cuestiones inherentes a la estructura de los diversos actos normativos, los que
hacen que determinadas fuentes del derecho puedan ser consideradas como con
rango de ley. El rango que una fuente ocupa en el ordenamiento jurídico es
aquel que el propio ordenamiento constitucional ha dispuesto producto de una
decisión de naturaleza esencialmente política expresada en la Constitución. Y sucede que, al menos por lo que se refiere a nuestro ordenamiento
constitucional, ese rango no se ha conferido a los denominados contrato-ley.
14. El Tribunal Constitucional tampoco comparte el criterio sostenido por
los demandantes, de que el contrato-ley impugnado debería ser evaluado en este
proceso, debido a que el artículo 39° del Decreto Legislativo N.° 757 le ha
otorgado “fuerza de ley”.
En el constitucionalismo decimonónico, la noción de “fuerza de ley”
estuvo ligada a la idea de la ley como expresión de la voluntad general, es
decir, como una propiedad derivada de su ubicación como la norma cimera del
ordenamiento jurídico. Ésta, a su vez,
reconocía a la expresión de la voluntad popular, por
medio de sus representantes –la ley–, dos cualidades. Por un lado, una fuerza
activa, consistente en la capacidad ilimitada de innovar el ordenamiento
jurídico, y, por otro, una fuerza pasiva, es decir, la capacidad de resistir
frente a modificaciones o derogaciones que procediesen de otras fuentes del
derecho que no tuviesen sus mismos atributos.
Evidentemente, una dimensión semejante de la noción de “fuerza de ley”,
hoy no es de recibo en el Estado Constitucional de Derecho. En éste, en efecto,
la posición de la norma suprema ya no la ocupa la ley, sino la Constitución. Y
aunque el legislador democrático goza de una amplia discrecionalidad para
ejercer la función legislativa, es claro que su capacidad para innovar el
ordenamiento jurídico está condicionada por los límites formales, materiales y
competenciales que se deriven de la Constitución, que es la Lex legum.
Desde luego que no es sólo la fuerza activa de la ley la que ha tenido
que replantearse a partir del establecimiento de la Constitución como norma
suprema del ordenamiento jurídico. Otro tanto, ahora, cabría afirmar con
relación a su fuerza pasiva. La multiplicación de fuentes normativas con el
mismo rango ha supuesto que la modificación, suspensión o derogación de la ley,
no necesariamente tenga que provenir de otra ley en sentido formal, esto es, de
la que el Parlamento pueda aprobar; sino, también, de aquellas otras fuentes
normativas que, en el ordenamiento, tienen su mismo rango, como el decreto de
urgencia o el decreto legislativo, y dentro, por supuesto, de los límites que
la Constitución les impone.
En buena cuenta, la multiplicación de fuentes normativas con el mismo
rango de la ley ha supuesto que, en el Estado constitucional de derecho, ya no
se pueda hablar de “fuerza de ley” como una cualidad adscribible únicamente a
la ley en sentido formal, sino como una que se puede predicar de todas las
categorías normativas que con el rango de ley se hayan previsto en la
Constitución. Una capacidad de innovar el ordenamiento, pero también de
resistir modificaciones, derogaciones o suspensiones, que varía según la fuente
de que se trate.
15. ¿Cómo, entonces, comprender el concepto de fuerza de ley en nuestro
ordenamiento constitucional? Aunque pueda parecer obvio, desde luego, a partir
del sentido que se desprenda de la Constitución peruana.
Un análisis de todas las disposiciones constitucionales que aluden a la
expresión “fuerza de ley”, evidencia que la Constitución de 1993 sólo se
refiere en dos oportunidades a este concepto. Por un lado, en el artículo 94°,
que se establece que “El Congreso elabora y aprueba su Reglamento, que tiene
fuerza de ley...”; y, por otro, en el inciso 18) del artículo 119°, que
dispone “Corresponde al Presidente de la República: (...) diecinueve. Dictar
medidas extraordinarias, mediante decretos de urgencia con fuerza de ley,
en materia económica y financiera, cuando así lo requiere el interés nacional y
con cargo de dar cuenta al Congreso...”.
En ambos casos, la expresión no se utiliza como un símil de la noción
“rango de ley” [que se predica, por otro lado, en el inciso 4) del artículo
200° de la Constitución a favor de ambas fuentes y de otras]; sino que enuncia
la capacidad que tienen tales fuentes, en primer lugar, para innovar, in suo ordine y dentro de los límites de
la Constitución, el ordenamiento jurídico. Y, en segundo lugar, para contemplar
una distinta fuerza pasiva, una resistencia específica frente a modificaciones,
suspensiones o derogaciones por parte de otras fuentes. Así, por ejemplo,
mediante una ley o un decreto legislativo no se podrá modificar una materia,
por ejemplo, cuyo desarrollo la Constitución ha reservado al reglamento
parlamentario. Y tampoco por supuesto, con otra categoría normativa de rango
inferior.
16. La calificación de los convenios de estabilidad jurídica como contratos
con “fuerza de ley”, por cierto, no proviene de la Constitución, sino, como lo
han expresado los demandantes, del artículo 39° del Decreto Legislativo N.°
757, Ley Marco para el Crecimiento de la Inversión Privada.
El origen de la denominación, en este caso, no es superfluo, dado que con
la misma expresión en otros sectores del ordenamiento se alude a un tópico
sustancialmente distinto. Por ejemplo, en el derecho privado, y en concreto, en
el derecho civil, con tal noción también se suele aludir a la intensidad del
nexo que vincula a las partes de un contrato. Como expresa Manuel de la Puente
y Lavalle, “La expresión ´fuerza de ley´ no debe ser comprendida como que los
contratos tienen, a semejanza de la ley, carácter normativo y que obligan por
tener tal carácter, sino que es simplemente una figura retórica, una metáfora,
para enfatizar que los contratos, pese a ser manifestaciones de la voluntad
humana, constituyen un lazo que actúa con una fuerza que guarda semejanza con
la de la ley” [Manuel de la Puente y Lavalle, “La libertad de contratar”, en Themis, N.° 33, Lima 1996, pág. 10].
En otras oportunidades, como sucede con los denominados contratos-ley, a
los que se refiere el artículo 39° del Decreto Legislativo N.° 757, y sobre los
que posteriormente habremos de volver, la expresión enfatiza la capacidad del
contrato de no ser modificado o dejado sin efecto unilateralmente por el
Estado. Es decir, subraya la protección que se brinda a ciertos contratos para
que éstos no sean modificados unilateralmente.
Ese es el sentido, en efecto, de dicho precepto legal:
“Los convenios de estabilidad jurídica se celebran al
amparo del artículo 1357° del Código Civil y tienen la calidad de contratos con
fuerza de ley, de manera que no pueden ser modificados unilateralmente por
el Estado...”
Desde esta perspectiva, como lo ha expuesto la demandada, en criterio
que este Tribunal comparte, el contrato-ley es “un acuerdo de voluntades entre
dos partes, que rige para un caso concreto, sólo que está revestido de una
protección especial, a fin de que no pueda ser modificado o dejado sin efecto
unilateralmente por el Estado... El blindaje del contrato-ley de manera alguna
lo convierte en ley (...); únicamente obliga a las partes que lo acordaron, en
ejercicio de su libertad contractual, y dentro de su relación jurídico
patrimonial”.
En definitiva, tanto en el derecho privado como en el derecho público,
el significado que se pueda atribuir al concepto de “fuerza de ley” no culmina
confundiendo este concepto con el de “rango de ley”, que el inciso 4) del
artículo 200° de la Constitución exige para que una fuente pueda ser objeto de
control en este proceso. Desde este punto de vista, el Tribunal Constitucional
no es competente para evaluar en el seno del proceso de inconstitucionalidad de
las leyes, la validez constitucional del contrato-ley.
17. No obstante lo anterior, es oportuno referirse a otro argumento expuesto
por los demandantes en la audiencia pública, cuyo objeto fue persuadir a este Tribunal sobre la pertinencia de su
competencia. En concreto, que el contrato-ley de concesión es una fuente formal
del derecho, dado que fue aprobado y forma parte integrante del Decreto Supremo
N.° 11-94-TCC. Así lo establece, en efecto, su artículo 1°.
“Apruébase el contrato de concesión a celebrarse entre el Estado, representado por el Ministerio de Transportes, Comunicaciones, Vivienda y Construcción y la Empresa Nacional de Telecomunicaciones del Perú S.A. –ENTEL PERU S.A. para la prestación de servicios portadores y telefónicos locales y de larga distancia nacional e internacional, el mismo que forma parte integrante del presente decreto supremo y comprende lo siguiente: (...)”.
Este Colegiado precisa que, efectivamente, es cierto lo que afirman los
demandantes en el punto sexto de los
fundamentos de hecho de su demanda, es decir que el “contrato-ley” materia de
la presente acción forma parte del Decreto Supremo N.° 11-94-TCC; en consecuencia, estamos frente a
una norma cuyo control no le corresponde por expreso mandato de la Constitución,
pues el artículo 200°, inciso 4) de la Constitución, que se refiere al proceso
de inconstitucionalidad, sólo le ha confiado a este Tribunal controlar la
validez de la ley y las normas con rango de Ley.
Por todas las razones expuestas, el Tribunal Constitucional no es
competente, ratione materiae, para
efectuar el control abstracto de constitucionalidad del contrato-ley de
concesión celebrado entre el Estado peruano y la Compañía Peruana de Teléfonos,
hoy Telefónica del Perú S.A.A, por lo que este extremo de la pretensión no
puede conocerce en este proceso.
§4. Alcances de la sentencia del Tribunal
Constitucional y su relación con el Contrato-Ley de Concesiones suscrito por el
Estado peruano y Telefónica del Perú
18. Algo más debe precisarse respecto al contrato-ley cuya declaración de
inconstitucionalidad se ha solicitado. No solamente el Tribunal Constitucional
no tiene competencia para efectuar sobre él un control de constitucionalidad.
Además, cualesquiera que vayan a ser los alcances del pronunciamiento que aquí
se emita sobre los artículos 1°, 2° y 3° y Primera y Segunda Disposición Final
y Transitoria de la Ley N°. 26285, debe recordarse que, de conformidad con el
artículo 204° de la Constitución, concordante con los artículos 35° y 36° de la
LOTC, las sentencias que se emiten en este proceso no tienen efectos
retroactivos y, por tanto, no pueden afectar en modo alguno la validez de los
actos que al amparo de dichos preceptos legales se hayan podido realizar.
El artículo 204° de la Norma Fundamental, como se sabe, concretiza uno
de los muchos alcances en los que se materializa el principio de seguridad
jurídica en el ámbito de la jurisdicción constitucional. En efecto, toda
declaración de inconstitucionalidad de una disposición legislativa, supone una
“agresión” al ordenamiento jurídico, en la medida que sus efectos se traducen, prima facie, en privar de regulación una
materia determinada, durante cuya vigencia, y a su amparo, se practicaron una
serie de actos jurídicos. De ahí que entre la disyuntiva de otorgarle efectos
retroactivos a las sentencias de inconstitucionalidad [y, por tanto, la
posibilidad de que se declaren nulos los actos realizados o practicados a su
amparo], y la de concederle efectos pro
futuro [y, de ese modo, dejar a salvo los actos practicados al amparo de las
disposiciones legales declaradas inconstitucionales], la Constitución de 1993,
como en su momento lo hizo la Constitución de 1979, ha dispuesto que la
sentencia que declara la inconstitucionalidad de una ley no tiene efectos
retroactivos, salvo los casos de leyes tributarias y de contenido penal, cuyos
alcances están regulados por los artículos 74° y 103° de la Constitución, así
como por el segundo párrafo del
artículo 36° de la LOTC, respectivamente.
Consecuentemente, es deber del Tribunal Constitucional acotar que los
alcances de la sentencia que ahora expide tampoco pueden afectar la validez del
contrato-ley celebrado entre el Estado peruano y Telefónica del Perú.
19. Se alega que el artículo 1° de la Ley N.° 26285 es inconstitucional, pues prevé un “periodo de concurrencia limitada (es decir, un monopolio) de cinco años a los concesionarios”. El artículo 1° de dicha Ley N.° 26285 establece que:
“Los Servicios Públicos de Telecomunicaciones de Telefonía Fija Local y de Servicios de Portadores de larga distancia nacional e internacional serán desmonopolizados progresivamente mediante la fijación de un período de concurrencia limitada durante el cual se adecuarán estos servicios a un régimen de libre competencia”.
A juicio de los demandantes, tal disposición afecta el artículo 61° de la Constitución, pues ésta prescribe, en su parte pertinente, que:
“Ninguna ley o concertación puede autorizar ni establecer monopolios”.
20. A fin de persuadir a este Tribunal de la inconstitucionalidad de dicha disposición, en buena cuenta los demandantes han planteado lo que, por decirlo así, se podría calificar como una “cuestión incidental”. Según se infiere de la demanda, al evaluarse la inconstitucionalidad del artículo 1° de la Ley N.° 26285, el Tribunal no debiera considerar la segunda fracción de la Octava Disposición Final y Transitoria de la Constitución, pues, se afirma, por un lado, que dicha disposición no forma parte de la Constitución y, por otro, si es que el Tribunal no fuera de la opinión anterior, que se trata [la segunda fracción de la referida disposición final de la Constitución] de una cláusula constitucional que es, a su vez, inconstitucional, porque transgrede el artículo 61° de la Constitución, “dado que el artículo 61° prohíbe el monopolio, sin excepción alguna”, “pese a lo cual se introdujo la Octava Disposición Transitoria, que refiere que debe llevarse progresivamente la eliminación de los monopolios, lo cual va en contra del mismo ordenamiento constitucional”.
Planteado en esos términos el análisis del artículo 1° de la Ley impugnada, el Tribunal se detendrá previamente en la elucidación de estos dos temas.
§6.
Las disposiciones finales y transitorias como parte de la Constitución
21. En cuanto al primer tema enunciado, este Tribunal no comparte el argumento de los recurrentes. Desde una perspectiva formal, que es la única manera cómo cabe efectuar el análisis de la cuestión planteada, las disposiciones finales y transitorias de la Constitución, al igual que el resto de disposiciones constitucionales, fueron aprobadas por el Congreso Constituyente Democrático y promulgadas conjuntamente con el resto de las disposiciones que integran la Norma Suprema del Estado. La Constitución, en efecto, no es solo “una” norma, sino, en realidad, un “ordenamiento”, que está integrado por el Preámbulo, sus disposiciones con numeración romana y arábica, así como por la Declaración sobre la Antártida que ella contiene. Toda ella comprende e integra el documento escrito denominado “Constitución Política de la República del Perú” y, desde luego, toda ella posee fuerza normativa, aunque el grado de aplicabilidad de cada uno de sus dispositivos difiera según el modo cómo estén estructurados.
Las Disposiciones Finales y Transitorias de la Constitución –y, entre ellas, la Octava Disposición-, en efecto, constituyen auténticas “normas jurídicas”, aunque su función varíe, a su vez, según se trate de una Disposición Final o se trate de una transitoria.
Mediante las primeras, la Constitución de 1993 regula la situación específica de determinadas materias constitucionales, como los regímenes pensionarios del Decreto Ley N.° 20530; la función interpretativa de los tratados sobre derechos humanos en la determinación del contenido, alcances y límites de los derechos y libertades fundamentales; la misma prioridad del dictado de aquello que se denomina leyes de desarrollo constitucional, por citar algunas que, por técnica constituyente, se consideró no apropiado regular en el texto mismo de la Constitución. De ahí que una de sus características, que, como veremos inmediatamente, no la poseen las Disposiciones Transitorias, es que se trata de disposiciones con efectos de carácter “general” y “permanente”, esto es, no circunscritos a un ámbito temporal de eficacia.
En cambio, con las Disposiciones Transitorias se regula el régimen temporal al cual se sujetará la regulación de determinadas materias desarrolladas en el corpus constitucional. Por lo general, se trata de disposiciones que poseen una eficacia circunscrita a una dimensión temporal, que, desde luego, no incide sobre su fuerza jurídico-formal. Es decir, son disposiciones que, por su propia naturaleza, habrán de cesar en su eficacia no bien los supuestos que temporalmente ellas regulan se agoten, como sucede, en la actualidad, con la Sexta Disposición, que limitó temporalmente el mandato de los alcaldes y regidores elegidos en el proceso electoral de 1993, o la Decimotercera Disposición, que facultaba al Poder Ejecutivo, entre tanto no se constituyeran las regiones, a determinar la jurisdicción de los Consejos Transitorios de Administración Regional.
En cualquier caso, ya se trate de una Disposición Final o de una Disposición Transitoria, al Tribunal no le cabe la menor duda de que éstas constituyen auténticas disposiciones constitucionales, que tienen fuerza vinculante y, por ello, integran el parámetro de control en cualesquiera de los procesos constitucionales.
Aunque no nos hayamos detenido, en su momento, a explicitar estas consideraciones, debe recordarse que ese ha sido el criterio de este Tribunal desde el inicio de sus actividades. Por citar dos ejemplos, expresado cada uno de ellos con una distinta conformación del Tribunal, ésa fue la línea jurisprudencial seguida por este Colegiado cuando expidió las sentencias recaídas en los Expedientes N.os 007-1996-AI/TC, 008-1996-AI/TC (composición inicial del Tribunal), o las sentencias recaídas en los expedientes Nos. 005-2002-AI/TC y 002-2003-AI/TC.
Por lo expuesto debe concluir afirmándose que las disposiciones finales y transitorias forman parte de la Constitución, e integran el parámetro de control en el proceso de inconstitucionalidad de las leyes.
§7. Mandato constitucional
de prohibición del establecimiento de monopolios y la VIII Disposición Final de
la Constitución. El Principio de Unidad en la interpretación constitucional.
22. Resuelto de ese modo el problema en torno al valor normativo de las disposiciones transitorias y finales de la Constitución, ahora el Tribunal Constitucional debe precisar que los problemas que se puedan presentar en el reconocimiento y coexistencia de diversos bienes constitucionales, y los aparentes conflictos que entre ellos se puedan suscitar, no se resuelven en un esquema de validez/invalidez, sino mediante los diversos criterios de interpretación constitucional o las técnicas con las que se ha autorizado a este Tribunal Constitucional para resolver colisiones entre bienes constitucionalmente protegidos [principio de unidad de la Constitución, concordancia práctica, eficacia integradora, o técnicas como el balancing, o ponderación, y el mismo principio de proporcionalidad, según sea el caso].
23. Precisamente, la aparente antinomia denunciada por los demandantes, esto es, la probable contradicción entre el artículo 61° de la Constitución y su Octava Disposición Transitoria, en su segunda fracción, es un tema que debe resolverse empleando los criterios específicos de interpretación constitucional y, en particular, con aquel que se denomina “principio de unidad de la Constitución”. Como se sabe, según este criterio de interpretación, el operador jurisdiccional debe considerar que la Constitución no es una norma (en singular), sino, en realidad, un ordenamiento en sí mismo, compuesto por una pluralidad de disposiciones que forman una unidad de conjunto y de sentido.
Desde esta perspectiva, el operador jurisdiccional, al interpretar cada una de sus cláusulas, no ha de entenderlas como si cada una de ellas fuera compartimentos estancos o aislados, sino cuidando de que se preserve la unidad de conjunto y de sentido, cuyo núcleo básico lo constituyen las decisiones políticas fundamentales expresadas por el Poder Constituyente. Por ello, ha de evitarse una interpretación de la Constitución que genere superposición de normas, normas contradictorias o redundantes.
24. Una interpretación de las disposiciones constitucionales involucradas con el tema del monopolio, a partir del principio de unidad, impide a este Tribunal Constitucional considerar que exista, como se ha denunciado, una “antinomia” entre el artículo 61° de la Constitución y la segunda fracción de su Octava Disposición Final.
Mediante la primera de las disposiciones constitucionales, en efecto, se ha previsto, como regla general, y en lo que ahora interesa, que “ninguna ley ni concertación puede autorizar ni establecer monopolios”, mientras que con la segunda fracción de la VIII Disposición Final y Transitoria de la Constitución, que existe prioridad en el dictado de leyes “relativas a los mecanismos y al proceso para eliminar progresivamente los monopolios legales otorgados en las concesiones y licencias de servicios públicos”.
De esta manera, si con el artículo 61° de la Constitución se prohíbe, ex novo, la creación o el establecimiento de monopolios legales, con la Octava Disposición Final se establece un mandato al legislador para que, respecto a los monopolios preexistentes (segunda fracción), se dicten las leyes necesarias que prevean los mecanismos y el proceso para eliminarlos progresivamente. Lo que significa que lejos de presentarse un problema de incoherencia entre dos disposiciones constitucionales, existe, por el contrario, una relación de complemento entre ellas.
25. En torno a ello, los demandantes sostienen que a partir del día en que entró en vigencia la Constitución de 1993, esto es, a partir del 31 de diciembre de 1993, el legislador se encontraba imposibilitado de crear o establecer monopolios legales. Consideran, por ello, que el artículo 1° de la Ley N.° 26285, promulgado con posterioridad a la entrada en vigencia de la Carta de 1993, viola su artículo 62°, pues, pese a estar prohibido, creó, ex novo, un monopolio legal.
Sustentando tal posición, se ha argüido que, con anterioridad a la expedición de la Constitución de 1993, no podían existir monopolios, ya que por expreso mandato del artículo 133° de la Constitución de 1979[1], éstos estaban prohibidos. Y, en la audiencia pública, se ha sostenido que las leyes y normas que regulaban a las otrora empresas Compañía Peruana de Teléfonos –CPTSA- y Empresa Nacional de Telecomunicaciones –ENTEL PERÚ- no habían creado en favor de ellas un monopolio legal. A su juicio, con ello se acreditaría que el artículo 1° de la Ley N.° 26285 no desmonopolizaría la prestación de un servicio público, sino, en buena cuenta, crearía un monopolio legal en la prestación de los servicios de telecomunicaciones de telefonía fija local y de servicios de portadores de larga distancia nacional e internacional, al fijar un “periodo de concurrencia limitada durante el cual se adecuarán estos servicios a un régimen de libre competencia”.
26. Al contestar la demanda, el apoderado del Congreso de la República ha sostenido que este extremo de la demanda (e, inclusive, la que se extiende a la impugnación del artículo 2° de la Ley cuestionada), debe declararse improcedente, pues, en concreto, dichos preceptos legales ya agotaron totalmente sus efectos. A su juicio, los artículos 1° y 2° de la Ley N.° 26285 establecieron que el periodo de concurrencia limitada para la prestación de los servicios públicos de telecomunicaciones de telefonía fija local y de servicios de portadores de larga distancia nacional e internacional, de conformidad con la Segunda Disposición Final y Transitoria de la misma Ley, no podían ser mayores a cinco años, contados desde la fecha de otorgamiento de las nuevas concesiones. Alega que dichos contratos fueron suscritos el 16 de mayo de 1994 y, de acuerdo con el Decreto Supremo N.° 021-98-MTC, [que aprueba las modificaciones a los contratos de concesión celebrados entre el Estado y Telefónica del Perú S.A.A, en particular su cláusula segunda de la adenda], se fijó el vencimiento del periodo de concurrencia limitado para la prestación del servicio de telefonía fija local para el 1 de agosto de 1998.
A fin de contradecir este último argumento, los demandantes han sostenido que no existe tal cesación de los efectos del artículo 1° de la Ley N.° 26285, pues, pese a haber vencido el periodo de concurrencia limitada establecido en la prestación de los servicios públicos a los que se refiere dicho artículo, éste aún persiste. Para acreditarlo, han adjuntado una carta dirigida por Telefónica del Perú a TIM, en la que, a la pregunta de si ésta última puede establecer una tarifa que cobre el servicio por segundos, Telefónica del Perú contesta de modo negativo. A su juicio, tal documento constituye una prueba de que dicho periodo de concurrencia limitada aún persiste, por lo que cabe realizar el control de constitucionalidad sobre el mencionado artículo 1° de la Ley N.° 26285.
27. Sobre el particular, el Tribunal Constitucional comparte parcialmente los criterios sostenidos por los demandantes. En efecto, como se sostiene en la demanda, el artículo 61° de la Constitución prohíbe al legislador crear o establecer nuevos monopolios mediante ley: “Ninguna ley –refiere dicho precepto constitucional- ni concertación puede autorizar ni establecer monopolios”.
Pero esa
prohibición de crear monopolios legales no puede extenderse análogamente, a la
regulación de los mecanismos y el proceso de eliminación de los monopolios
preexistentes a la Constitución de 1993. Como antes se ha señalado, a través de la segunda fracción de la VIII Disposición
Final y Transitoria de la Constitución se ha establecido un mandato de legislar,
con carácter prioritario, sobre el proceso y los mecanismos para eliminar los
monopolios que existan con anterioridad a su entrada en vigencia.
Cabe, por tanto, preguntarse: ¿existía un monopolio en la prestación de los servicios de telefonía a los que se refiere la Ley N.° 26285? Legalmente, esto es, en virtud de que una ley haya creado un monopolio en la prestación de dichos servicios públicos, la respuesta es negativa. Como se expuso en la demanda, las fuentes que regulaban a la CPT y ENTEL PERÚ no disponían que los servicios públicos que éstos prestaban, lo eran a título de monopolio. Pero la inexistencia de una norma que lo estableciera no significa como es de público conocimiento, que ella no existiera. Es conocido, y sobre ello poco importa incidir más, que sólo dichas empresas estatales prestaban el servicio público de telefonía en el país, de manera que no existiendo propiamente un monopolio legal, sí existía un monopolio “natural”, que además era estatal, en la prestación de dichos servicios públicos.
28. Los demandantes han sostenido que si ese fuera el hecho, tal práctica era inconstitucional, pues el artículo 133° de la Constitución de 1979, vigente en aquel entonces, establecía que “Están prohibidos los monopolios, oligopolios, acaparamientos, prácticas y acuerdos respectivos en la actividad industrial y mercantil...”, en tanto que su artículo 134° señalaba que “La prensa, radio, televisión y demás medios de expresión y comunicación social, y en general las empresas, los bienes y los servicios relacionados con la libertad de expresión y comunicación no pueden ser objeto de exclusividad, monopolio o acaparamiento, directa ni indirectamente, por parte del Estado ni de particulares”.
Evidentemente, carece de sentido que, a los efectos de lo que aquí interesa, este Tribunal dilucide si la situación de hecho entonces imperante era incompatible con la Constitución de 1979. Después de todo, en el seno de este proceso no se juzgan hechos, sino disposiciones normativas, y el parámetro con el que el Tribunal efectúa el control de esas disposiciones normativas está integrado siempre por la Constitución vigente. Importa, sí, destacar que, una vez advertida la situación de facto, esto es, la existencia de un monopolio estatal en la prestación de los servicios públicos de telefonía, tal circunstancia era por sí misma suficiente para que este Tribunal considerase que la regulación de la prestación de estos servicios públicos se encontraba dentro de los alcances de la segunda fracción de la Octava Disposición Final y Transitoria de la Constitución de 1993; esto es, que sobre tal servicio público existía la obligación constitucional de dictarse leyes, con carácter prioritario, que regulasen los mecanismos y el proceso tendientes a su eliminación progresiva.
29. Ahora bien, probado que la desmonopolización
progresiva en la prestación de los servicios públicos de telefonía está dentro
de los alcances de la segunda fracción de la Octava Disposición Final de la
Constitución, la cuestión a dilucidar ahora es: ¿so pretexto de desmonopolizar
progresivamente, se puede crear un monopolio legal, un periodo de concurrencia
limitada, como refiere el artículo 1° de la Ley N.° 26285?
Con independencia de que ello esté o no prohibido por el artículo 62° de la Constitución, el Tribunal Constitucional considera que sobre este extremo carece de objeto pronunciarse sobre el fondo de la materia, pues el artículo 1° de la Ley N.° 26285 [y, por extensión, la Segunda Disposición Final y Transitoria de la misma Ley] cesó en su eficacia, al fijar un periodo de concurrencia limitada por el término de cinco años, que ya ha fenecido.
De modo que también debe desestimarse este extremo de la pretensión.
§8.
Contratos de concesión y contratos-ley
30. Por otro lado, se alega que el artículo 3° de la Ley N.° 26285 transgrede el artículo 62° de la Constitución. Dicho precepto legal establece que:
“Los contratos de concesión que celebre el Estado para la prestación de servicios públicos de telecomunicaciones tienen el carácter de contrato-ley”.
Por su parte, el segundo párrafo del artículo 62° de la Constitución prevé que:
“(...) Mediante contratos-ley, el Estado puede establecer garantías y otorgar seguridades. No pueden ser modificados legislativamente, sin perjuicio de la protección a que se refiere el párrafo precedente”.
31. A juicio de los demandantes, mediante los contratos ley el Estado puede establecer garantías y otorgar seguridades. Tales contratos-ley “(...) son denominados también contratos de estabilidad jurídica o de estabilidad tributaria” e implican “la ultraactividad de las normas vigentes al momento de suscribir los contratos”, “de manera que no pueden ser modificados o dejados sin efecto unilateralmente por el Estado”.
En ese sentido, sostienen, los contratos de concesión otorgados por el Estado “son contratos administrativos que tienen por finalidad que el Estado otorgue a personas jurídicas nacionales o extranjeras la ejecución y explotación de determinadas obras públicas de infraestructura o la prestación de servicios públicos”; mientras que los convenios de estabilidad jurídica regulados por el artículo 1357° del Código Civil, tienen naturaleza civil y fuerza de ley. Alegan que la finalidad de estos contratos es establecer y otorgar seguridades por parte del Estado a los inversionistas, “(...) lo que no sucede con los contratos de concesión”, que no son “contratos-ley”, “dado que las referidas concesiones tienen regulación propia y específica”. Por último, sostienen que la disposición legal impugnada “(...)resulta ilegal por atentar contra el artículo 1357° del Código Civil y el artículo 39° del Decreto Legislativo N.° 757”, que disponen que mediante contratos ley sólo se otorgan garantías y seguridades, tales como estabilidad jurídica, tributaria y de no discriminación; no contemplando, por tanto, la posibilidad de que los contratos de concesión puedan constituirse en convenios con fuerza de ley.
En suma, el problema constitucional que se plantea sobre la impugnación del artículo 3° de la Ley N.° 26285, es si una concesión de prestación de un servicio público, como el de telefonía, puede revestirse bajo la modalidad de un contrato-ley.
32. En el segundo párrafo del artículo 62° de la Norma Suprema se ha constitucionalizado el denominado “contrato-ley”. Esta institución no tiene precedentes en nuestro constitucionalismo histórico y tampoco en el constitucionalismo comparado. Como tal, se forjó en el plano legislativo de algunos países latinoamericanos, de donde fue tomada e incorporada a nuestro ordenamiento. Primero, en el plano legislativo (v. gr. artículo 1357° del Código Civil) y, posteriormente, a nivel constitucional (artículo 62°).
Su aparición y posterior desarrollo, ha estado básicamente vinculado con la promoción de las inversiones privadas. Mediante el contrato-ley, en efecto, los Estados han previsto fórmulas contractuales mediante las cuales se ha otorgado a los co-contratantes ámbitos de seguridad jurídica, a fin de favorecer la inversión privada dentro de sus economías. Esas garantías y seguridades, por cierto, varían de país a país e, incluso, en función de la actividad económica en cuyo sector se busca promover la inversión privada.
Una cosa semejante sucede en nuestro país, a la luz de la revisión de la legislación sobre la materia. Así, por ejemplo, el Decreto Legislativo N.° 662, con carácter general, otorga a los inversionistas estabilidad en el régimen tributario, en el régimen de libre disponibilidad y transferencia de divisas, entre otros. El Decreto Legislativo N.° 757 extiende los alcances sobre estabilidad que contiene el Decreto Legislativo N.° 662 a los inversionistas nacionales, y amplía los regímenes de estabilidad a algunos supuestos adicionales de inversión. Por su parte, la Ley General de Minería (Decreto Legislativo N.° 708, cuyo Texto Único Ordenado fue aprobado por Decreto Supremo N.° 014-92-EM) promueve a favor de los titulares de la actividad minera estabilidad tributaria, cambiaria y administrativa. Lo mismo sucede con la Ley de Hidrocarburos (N.° 26221), que garantiza a los contratistas que los regímenes cambiarios y tributarios vigentes a la fecha de suscripción del contrato permanecerán inalterables durante su vigencia. Otro tanto se fijó en la Ley de Concesiones Eléctricas (N°. 25844), que extiende las garantías a los que se refieren los Decretos Legislativos N.os 662, 668 y 757, entre otros rubros de la economía nacional.
Se han querido destacar estos ámbitos en los que el legislador ha establecido la posibilidad de que el Estado suscriba convenios de seguridad y estabilidad jurídicas, para poner de relieve que tales garantías y seguridades se brindaron en diversos sectores de la economía nacional.
33. Los demandantes, por cierto, no cuestionan esta realidad. Controvierten, por el contrario, que se haya revestido con las características de un contrato-ley al contrato de concesión en la prestación del servicio de telefonía. A su juicio, la única materia sujeta al régimen del contrato-ley sería el de estabilidad jurídica, tributaria y no discriminación; y no, como se ha efectuado, sobre el contenido del contrato de concesión.
La segunda parte del artículo 62° de la Constitución, no precisa qué es lo que debe entenderse por contrato-ley y tampoco, en línea de principio, cuál pueda ser su contenido. Se limita a señalar que “(...) mediante contratos-ley, el Estado puede establecer garantías y otorgar seguridades...”.
Pese a ello, puede precisarse que el contrato-ley es un convenio que pueden suscribir los contratantes con el Estado, en los casos y sobre las materias que mediante ley se autorice. Por medio de él, el Estado puede crear garantías y otorgar seguridades, otorgándoles a ambas el carácter de intangibles. Es decir, mediante tales contratos-ley, el Estado, en ejercicio de su ius imperium, crea garantías y otorga seguridades y, al suscribir el contrato-ley, se somete plenamente al régimen jurídico previsto en el contrato y a las disposiciones legales a cuyo amparo se suscribió éste.
34. En la doctrina nacional se discute sobre su naturaleza jurídica. Para unos, se trataría de un contrato civil. Para otros, de un contrato administrativo. Autores hay también que sostienen que el régimen jurídico de los contratos en los que participa el Estado no puede fijarse en abstracto, sino que depende de las reglas específicas que cada uno de ellos contenga. Evidentemente, la naturaleza que se le pueda atribuir al contrato ley –contrato civil o contrato administrativo- depende del contenido que éste pueda tener en cada caso concreto que se suscriba, de manera que, en abstracto, no cabe que se la fije. En cualquier caso, de una interpretación a rima obligada del artículo 62° de la Constitución con el artículo 1357° del Código Civil, se desprende que el contenido de los contratos-ley puede y debe sustentarse en razones de interés social, nacional o público. De manera que el Tribunal considera que nada impide que pueda suscribirse, mediante esta modalidad de contratación, la prestación de servicios públicos, como el de telefonía.
No obstante, los demandantes alegan que el contenido del contrato ley, o dicho de otro modo, las garantías y seguridades que el Estado puede establecer mediante esta modalidad de contratación, no pueden comprender a la concesión del servicio de telefonía, sino sólo al régimen de estabilidad jurídica y tributaria. El Tribunal Constitucional no comparte una interpretación restrictiva sobre el contenido del contrato-ley, como el que exponen los demandantes. Por un lado, porque el segundo párrafo del artículo 62° de la Constitución establece que “mediante contratos-ley, el Estado puede establecer garantías y otorgar seguridades”, sin establecer qué tipo de garantías y seguridades son las que se pueden brindar. Y, de otro, porque en la práctica una aseveración como la que expresan los demandantes, lejos de optimizar que se cumpla el telos de la institución del contrato-ley, lo termina desnaturalizando.
Por su propia naturaleza, a través del contrato-ley, el Estado busca atraer inversiones privadas (de capital) a fin de que promuevan aquellas actividades que el Estado considera que vienen siendo insuficientemente desarrolladas, de acuerdo con los planes y objetivos que se pueda haber trazado en el diseño de la política económica del Estado. Tienen como contenido propiciar un marco de seguridad a los inversionistas no sólo en asuntos privados de la administración, sino, también, en la prestación de actividades de derecho público.
Una interpretación del contenido del contrato-ley, como el que expresan los demandantes, supondría forzosamente admitir que no toda la institución del contrato-ley se encontraría revestida de la garantía de inmodificabilidad de sus cláusulas, sino sólo aquellas partes que se refieran a lo que los demandantes califican como garantías jurídicas y tributarias. Evidentemente, una opción de esa naturaleza no está excluida de la forma constitucionalmente adecuada de comprender el régimen constitucional de los contratos-leyes. Pero tampoco la otra es decir, aquella según la cual, entre las garantías que el Estado establezca y las seguridades que éste otorgue, se encuentren todas las fórmulas del contrato suscrito o por suscribirse.
De manera que, en abstracto, no existe una limitación para que el Estado, mediante el contrato-ley, sólo extienda las garantías que se derivan de su suscripción al ámbito tributario o jurídico. Puede perfectamente extenderse, dentro de los límites que la Constitución y la ley fijen, a todas las cláusulas contractuales, en aquellos casos en los que el contrato-ley constituya un contrato administrativo, precisamente con el objeto de que, con posterioridad a su suscripción, el Estado no invoque la existencia de una cláusula exhorbitante y se desvincule de los términos contractuales pactados.
En el caso del contrato-ley al que se refiere el Fundamento N.° 1. de esta sentencia, no todos los aspectos de los contratos celebrados entre el Estado peruano y Telefónica del Perú pertenecen al ámbito de protección que brinda el contrato-ley. “En efecto –como lo ha indicado la Defensoría del Pueblo, en su Informe sobre la libre competencia en los términos de los contratos-ley suscritos entre el Estado y Telefónica del Perú- el artículo 1° de la referida Ley N.° 26285 circunscribe sus disposiciones normativas a los servicios públicos de telecomunicaciones de telefonía fija local y de servicios de portadores de larga distancia nacional e internacional. Por su parte, el artículo 4° de dicha ley excluye expresamente a los servicios de difusión, telefonía móvil en sus distintas modalidades, de buscapersonas, teléfonos públicos, servicios de valor añadido y servicios portadores locales”.
Por ello, a tenor del segundo párrafo del artículo 62° de la Constitución, así como del mismo artículo 1357° del Código Civil, tanto la autorización para la suscripción u otorgamiento de un contrato-ley, como la inclusión de determinadas relaciones jurídico-patrimoniales en aquél, deben fundarse en un interés público específico, lo que significa que el otorgamiento de un contrato-ley no puede considerarse como un acto de pura libertad contractual ni meramente discrecional, tanto para el legislador como para los órganos de la administración pública.
Una interpretación de la institución en los términos antes indicados se aviene con el telos de la inserción del contrato-ley a nivel constitucional. En efecto, si como antes se ha indicado, la aparición y consagración normativa del contrato-ley está vinculada con la promoción de las inversiones privadas en las economías nacionales, dentro de un esquema en el que se ofrezca a los inversionistas seguridades, entonces, no es constitucionalmente adecuado que se realice una interpretación de los alcances de la institución que, antes de optimizarla, le reste operatividad.
35. En ese orden de ideas, este Tribunal precisa que no sólo gozan de inmodificabilidad las cláusulas que compongan el contrato-ley, cuando así se acuerde, sino también el estatuto jurídico particular fijado para su suscripción. Es decir, tanto la legislación a cuyo amparo se suscribe el contrato-ley, como las cláusulas de este último.
Ello es producto de una interpretación sistemática de los dos párrafos del artículo 62° de la Constitución. Por un lado, de conformidad con la primera parte de dicho precepto constitucional, y no sólo respecto a los términos contractuales que contenga el contrato-ley, sino, en general, para todo término contractual, éstos “no pueden ser modificados por leyes u otras disposiciones de cualquier clase”.
Por otro lado, y en lo que se refiere únicamente a los contratos-leyes, la legislación a cuyo amparo éste se suscribe, “no puede ser modificada legislativamente” como lo prescribe la última parte del artículo 62° de la Constitución. Dicho de otro modo; aunque el legislador pueda modificar el régimen legal de suscripción de un contrato-ley, tal modificación no alcanza a quienes, con anterioridad a ella, hubieran suscrito dicho contrato-ley.
De esta forma, el artículo 62° de la Constitución, al igual que en la Primera Disposición Final de la Ley Fundamental, establece una nueva excepción a la regla general contenida en el artículo 109° de la Constitución, según la cual “La ley es obligatoria desde el día siguiente de su publicación en el diario oficial...”. De allí que el Tribunal considere superfluo, desde el punto de vista constitucional, que pese a no existir una ley o norma con rango de ley que establezca la posibilidad de aplicar ultraactivamente la legislación a cuyo amparo se suscribió un contrato-ley, éste contenido se haya formulado en el artículo 24° del Decreto Supremo N°. 162-92-EF.
36. Los demandantes también han considerado que el artículo 3° de la Ley N.° 26825 “resulta ilegal por atentar contra el artículo 1357° del Código Civil y el artículo 39° del Decreto Legislativo N.° 757”. A juicio del Tribunal Constitucional, la eventual incompatibilidad entre una disposición con rango de ley, como el artículo 3° de la Ley N°. 26825, y otra de su mismo rango, como el artículo 1357° del Código Civil, no genera un problema de invalidez constitucional entre ambas (de “ilegalidad” se alude en la demanda). La colisión entre disposiciones del mismo rango no genera la invalidez de una de ellas, sino una antinomia que se soluciona conforme a diversas técnicas, como la “ley posterior deroga ley anterior”; “ley especial deroga ley general”, etc. Tampoco por supuesto, per se, la incompatibilidad constitucional de algunas de ellas.
§9. La Ley N.° 26285 y las
leyes de desarrollo constitucional
37. Por otro lado, se sostiene que “(...) los artículos 1°, 2°, 3° y Primera Disposición Final y Transitoria de la ley impugnada, en la parte referida a que se considera ley de desarrollo constitucional, y la Segunda Disposición Final y Transitoria, en la parte referida al plazo de concurrencia limitada, violan el artículo 65° de la Constitución, por permitir monopolios y normas tarifarias en perjuicio de millones de usuarios”. En tanto que en el apartado “e” de la misma demanda, los demandantes señalan que la Primera Disposición Final y Transitoria de la Ley N.° 26825 transgrede la Octava Disposición Transitoria de la Constitución porque “no constituye una ley de desarrollo constitucional”.
38. El Tribunal Constitucional no comparte el argumento de que la Primera Disposición Final de la Ley N.° 26285 es inconstitucional por haberse previsto que ella “será considerada Ley de Desarrollo Constitucional”.
Con la expresión “Ley de desarrollo constitucional”, la Octava Disposición Final y Transitoria de la Constitución no ha creado una categoría normativa especial entre las fuentes que tienen el rango de la ley. Tal expresión no alude a una categoría unitaria de fuentes, sino a una diversidad de ellas, que tienen como elemento común constituir un desarrollo de las materias previstas en diversos preceptos constitucionales, cuya reglamentación la Norma Suprema ha encargado al legislador. Forman parte de su contenido “natural” las denominadas leyes orgánicas, en tanto que mediante ellas se regula la estructura y funcionamiento de las entidades del Estado previstas en la Constitución, y de otras materias cuya regulación por ley orgánica está establecida en la Constitución; así como las leyes ordinarias como las que demandan los artículos 7° y 27° de la Constitución, por poner dos ejemplos, a las que se les ha encomendado la tarea de precisar los alcances de determinados derechos o instituciones constitucionalmente previstas.
Ello significa, desde luego, que la condición de “leyes de desarrollo constitucional” no se agotan en aquellas cuyas materias se ha previsto en la Octava Disposición Final y Transitoria de la Constitución, esto es, a lo que allí se alude como leyes en materia de descentralización y las relativas a los mecanismos y al proceso para eliminar progresivamente los monopolios legales otorgados en las concesiones y licencias de servicios públicos; dado que sobre estas últimas, la Constitución sólo ha exigido del legislador cierto grado de diligencia (“prioridad”) en su dictado.
39. Los demandantes han sostenido que la denominación de “ley de desarrollo constitucional” sería incompatible con la Norma Suprema, por cuanto ésta “se debe aplicar a las concesiones y licencias de servicios públicos otorgadas antes de la entrada en vigencia de la Constitución Política de 1993 (...)”; es decir, antes del 01 de enero de 1994, y no con posterioridad a la misma, como es el caso del Contrato de Concesión con la empresa Telefónica del Perú S.A.A. que fue suscrito el 16 de mayo de 1994.
El Tribunal Constitucional no comparte tal criterio. Como se ha dicho, la calificación de ley de desarrollo constitucional se ha reservado para aquellas leyes que tengan el propósito de regular materias sobre las cuales la Constitución ha determinado que sea el legislador –“orgánico”, en algunos casos, y “ordinario”, en otros- quien defina, dentro de los límites que ella señala, su régimen jurídico. Y no en función de supuestos límites temporales como lo dejan entrever los demandantes.
Por otro lado, ni de la Primera Disposición Final y Transitoria de la Ley N°. 26285, ni de su Segunda Disposición, se colige que hayan regulado “el Contrato de Concesión con la empresa Telefónica del Perú S.A.A que fue suscrito el 16 de mayo de 1994”. Para empezar, es jurídicamente imposible que el 14 de enero de 1994, fecha en la que se publicó la Ley N°. 26285, se haya podido regular un contrato que, como se afirma en la demanda, sólo se suscribió varios meses después (el 16 de mayo de 1994, según indican los demandantes). En segundo lugar, en ninguna de ambas disposiciones se alude a la empresa Telefónica del Perú S.A.A. Y cuando en la Segunda Disposición de la Ley N°. 26285 se hace referencia a la “Compañía Peruana de Teléfonos S.A. –CPTSA-”, es para precisar que “dentro de un plazo de 60 días desde la promulgación de la ley”, ésta deberá de adecuar las concesiones que hayan existido con la Empresa Nacional de Telecomunicaciones.
40. Es cierto que el verbo “adecuar” que aquí la Segunda Disposición Final y Transitoria utiliza no necesariamente puede entenderse respecto a contratos de concesiones ya celebrados y, por lo tanto, celebrados con anterioridad a su vigencia, sino más bien a aquellos que estén en proceso de conclusión, es decir, que a la fecha de publicación de la Ley N.° 26285, aún no se hayan suscrito.
Pero también es cierto, si ese fuera el caso, que: a) en un proceso de inconstitucionalidad de las leyes, tal problema –que es una cuestión sobre hechos- no puede ser evaluado; b) los problemas derivados de su negociación, en la antesala de la instauración de un nuevo orden constitucional y la expedición de la Ley N.° 26285, debe ser sometido a un test de razonabilidad, en el que el necesario respeto del principio de seguridad jurídica no puede ser obviado; y, c) finalmente, tampoco se puede perder de vista que, de conformidad con el artículo 6° del Decreto Supremo N.° 013-93-TCC, publicado el 6 de mayo de 1993 [esto es, antes de la vigencia de la Constitución actual], se había previsto como deber del Estado fomentar “la libre competencia en la prestación de los servicios de telecomunicaciones, regula(r) el mercado de forma que se asegure su normal desenvolvimiento, se controle los efectos de situaciones de monopolio, se evite prácticas y acuerdos restrictivos derivados de la posición dominante de una empresa o empresas en el mercado”. Es decir, de la existencia de una legislación en la que se obligaba al Estado no ha eliminar progresivamente los monopolios, sino ha controlar los efectos que de esa situación se pudiera generar.
El Tribunal Constitucional no ignora que esta última disposición pudiera haber estado en colisión con el artículo 133° de la Constitución de 1979, que precisaba que “Están prohibidos los monopolios, oligopolios, acaparamiento, prácticas y acuerdos restrictivos en la actividad industrial y mercantíl...”. Sin embargo, como lo ha expresado en el Caso de la Legislación Antiterrorista (STC en el Exp. N°. 010-2002-A/TC), en una acción de inconstitucionalidad este Tribunal no es competente para evaluar la constitucionalidad o no de la legislación pre-constitucional de cara a la Constitución derogada, sino siempre en función de la nueva Constitución.
§10.
La Supervisión y Fiscalización del Mercado de los Servicios Públicos
41. El servicio público es la prestación que efectúa la administración del Estado en forma directa e indirecta. Esta última se realiza a través de concesiones, y tiene el objeto de satisfacer necesidades de interés general. Mediante la concesión se organiza de la manera más adecuada la prestación de un servicio público por un determinado tiempo, actuando el concesionario por su propia cuenta y riesgo, y su labor o prestación será retribuida con el pago que realizan los usuarios.
La concesión se desarrolla según el régimen legal vigente y el contrato acordado, cuyo objeto fundamental es asegurar la eficiente en la prestación del servicio. La supervisión del cumplimiento de los fines de la concesión está a cargo de órganos autónomos creados por ley, como OSIPTEL o INDECOPI. Estos órganos están obligados a tutelar el derecho de los usuarios, así como el interés público, y para ello deben controlar que la prestación del servicio se realice en óptimas condiciones y a un costo razonable; ello porque si bien la concesión, como a la que se ha hecho referencia en el Fundamento N.° 1, es un contrato que puede tener un blindaje jurídico, el objeto fundamental no es el lucro, sino el servicio, el cual debe otorgarse con calidad, eficiencia y continuidad, y siempre protegiendo la seguridad, la salud pública y el medio ambiente.
Ahora bien, a pesar de que dicho control corresponde por mandato legal a los órganos reguladores, es evidente que hay una percepción de que éstos no están defendiendo apropiadamente los derechos de los usuarios y consumidores. Evidentemente, no está dentro de las competencias del Tribunal Constitucional disponer de las medidas necesarias y adecuadas para revertir una situación como la descrita. Se trata, por el contrario, de una competencia del Poder Ejecutivo –a cuya esfera pertenecen ambos órganos–, y aun al Poder Legislativo, los que a través de la ley, y dentro de los términos de esta sentencia, pueden y deben dictar la legislación que permita una efectiva actuación de tales órganos administrativos. En este contexto, el Tribunal Constitucional, recomienda la adopción de las medidas legales y administrativas que permitan que entidades como OSIPTEL o INDECOPI, puedan funcionar y actuar adecuadamente en pro de la defensa de derechos de los usuarios y consumidores, consagrados expresamente por nuestro ordenamiento jurídico.
42. En este marco debemos analizar las consideraciones de los demandantes sobre la Ley N.° 26285, que, según afirman, viola el artículo 65° de la Constitución. Al sustentar tal pretensión, los demandantes afirman que, al concederse una serie de beneficios a favor de la empresa prestadora del servicio de telecomunicaciones, “(...) se ha dejado de defender a los millones de usuarios. Tales ventajas notoriamente desproporcionadas son el monopolio concedido a la empresa, el cobro de la renta básica, el cobro por minuto y además el pago que se hace la misma empresa por gerenciar su negocio, todo lo cual resulta sumamente nocivo a los derechos de los consumidores y usuarios”.
Al amparo de los argumentos antes expuestos, y teniendo en consideración, además, que en una acción de inconstitucionalidad este Tribunal no actúa como juez de casos, sino como “Juez de la Ley”, esto es, como garante de que los límites constitucionales impuestos a la legislación no sean sobrepasados, no puede determinar, en abstracto, si la ley impugnada lesiona los derechos de los consumidores, a no ser que se trate de un supuesto en el que surja una manifiesta irracionalidad de los resultados, como producto de la aplicación de las disposiciones impugnadas.
Y, como se deriva del contenido de los dispositivos de la Ley impugnada, y los propios demandantes lo dejan entrever, los diversos problemas respecto a la prestación del servicio de telecomunicaciones no se infieren directamente de la Ley N.° 26285, sino del contrato que, a su amparo, se ha celebrado. Es decir, la eventual inconstitucionalidad no se genera de la ley misma –que es el objeto de control en este proceso-, sino de los negocios jurídicos que bajo su regulación se han realizado.
De manera que, conforme lo ha expuesto nuevamente la Defensoría del Pueblo en el Informe antes citado,
“En el Perú, la actuación de una empresa de telecomunicaciones con posición dominante en el mercado del servicio público de telecomunicaciones es regulada por el Organismo Supervisor de la Inversión Privada en Telecomunicaciones (OSIPTEL). Entre los objetivos de esta institución se encuentra el de mantener y promover la competencia eficaz y equitativa (inciso b del artículo 7° de la Ley N.° 26285) en el sector de las telecomunicaciones.
En este contexto, velar por el cumplimiento de la ley contra las prácticas monopólicas, controlistas o restrictivas de la libre competencia, en un contexto de concurrencia limitada o de monopolio u oligopolio subsistentes a dicho periodo de concurrencia limitada, constituye una función estatal que puede tener características distintas según se esté frente a un contrato-ley o frente a un contrato que no haya ofrecido al inversionista las seguridades de un contrato-ley”.
“(...) En consecuencia, una interpretación de los contratos-ley acorde con la letra y espíritu constitucionales, faculta a la autoridad competente a intervenir en relación a los elementos del mismo que favorezcan prácticas limitativas de la libre competencia, ya que éstos no podrían ser alcanzados por la intangibilidad del contrato que le es característica por su naturaleza de contrato-ley. Por lo tanto, en un contexto de dominio del mercado como el que existe en los términos y en la aplicación del contrato-ley con Telefónica, las prácticas de abuso en desmedro de la libre competencia y, finalmente, de los consumidores, deben ser combatidas por OSIPTEL para revertir sus efectos negativos sobre el mercado”.
43. Aunque las razones expuestas en el item precedente sean harto suficientes para desestimar también este extremo de la pretensión, el Tribunal Constitucional considera importante enfatizar que, si como se ha afirmado en la audiencia pública, no existe confianza en el desenvolvimiento de los organismos estatales encargados de controlar y fiscalizar la libre competencia, así como de la defensa efectiva de los usuarios y consumidores, no es este Colegiado la instancia competente para resolver tales problemas, sino, concretamente, las entidades públicas de las que dependen estos organismos que no han resuelto aún los reclamos relativos a la renta básica y a la cobranza del servicio telefónico por segundo.
En esa orientación, no está demás recordar que de la proclamación de los derechos fundamentales, como sistema material de valores del ordenamiento constitucional peruan o, se deriva, entre otras muchas consecuencias, un “deber especial de protección” de dichos derechos por parte del Estado [Expedientes N.os 0964-2002-AA/TC y 0976-2001-AA/TC]. No sólo en el ámbito legislativo, dentro de los límites que la Constitución impone y de los que aquí se ha dado cuenta, sino también en el plano de la actuación de los órganos administrativos.
§11. Principio de igualdad
e impugnación de que la Ley se dictó con el exclusivo propósito de celebrar el
contrato de concesión con la empresa prestadora del servicio de telefonía fija
local.
44. Finalmente, sostienen los demandantes que la Ley N°. 26285 viola el artículo 103° de la Constitución, pues, a su juicio, tal ley se dictó exclusivamente “para otorgar una concesión ilegal a la empresa Telefónica del Perú S.A.”
Señalan que la Ley se expidió “para establecer un monopolio legal a favor de la concesionaria por un periodo de cinco años”, y que “no se puede dictar una norma especial a favor de una persona o un grupo de personas por ser ellas mismas, ya que las normas son de carácter general, es decir, se deben aplicar a todos por igual y deben expedirse para el bien de todos los ciudadanos”. Consideran que “(...) la Ley N.° 26285 se expidió para poder suscribir el contrato de concesión ..., otorgándole inconstitucionalmente al mismo la calidad de contrato-ley. Los contratos-ley suponen la existencia de una ley autoritativa previa fija las condiciones en las que el Estado estará autorizado a contratar, así como las prerrogativas que pueden concederse a los particulares mediante estos instrumentos, aspectos que no se ha establecido en esta ley”. “Es decir, la ley autoritativa no se dicta para celebrar contratos con una sola persona o empresa, sino para dictar las normas o estipulaciones que servirán para celebrar varios contratos y otorgar garantía y seguridad a los inversionistas; aspecto que no se ha previsto en la Ley N°. 26285 (...)”.
45. Dos son los temas que plantea la formulación de este extremo de la causa petendi. a) El análisis de
constitucionalidad, de cara al artículo 103° de la Constitución, de las
disposiciones de la Ley N.° 26285; y b) la eventual ilegalidad del contrato
ley, pues la ley impugnada no habría previsto las condiciones dentro de las
cuales el Estado está autorizado para contratar.
Sobre el segundo aspecto, ya este Tribunal se ha pronunciado en el
Fundamento N.° 2 y siguientes de esta sentencia; en una acción de
inconstitucionalidad, en efecto, el Tribunal
carece de competencia para enjuiciar la legalidad o ilegalidad de la
suscripción de un contrato.
Y, en lo que atañe a la alegada violación del artículo 103° de la
Constitución, este Tribunal no comparte el criterio sostenido por los
demandantes, además de las razones antes expresadas, porque, como se ha
sostenido, de la segunda fracción de la Octava Disposición Final y Transitoria
de la Constitución, se deriva un mandato constitucional impuesto al legislador,
el mismo que se traduce en dictar, con carácter prioritario, las leyes
necesarias que regulen los mecanismos y el proceso para eliminar,
progresivamente, los “monopolios” legales otorgados en las concesiones y
licencias de servicios públicos.
La existencia de un monopolio –que se define prima facie como la realización de una actividad económica, con
carácter exclusivo, a cargo de un único agente económico- y la existencia de un
mandato constitucional para que se legisle sobre el tema previéndose que tal
práctica sea “progresivamente eliminada”, evidentemente supone que las leyes
que se dicten en cumplimiento de la segunda fracción de la Octava Disposición
Final y Transitoria de la Constitución tengan que referirse a aquella actividad
económica sobre la cual preexisten prácticas monopólicas.
Cuando se efectúa una individualización de esas prácticas monopólicas, y
se dictan disposiciones legislativas orientadas a cumplir el mandato
constitucional de la desmonopolización progresiva, no se infringe el primer
párrafo del artículo 103° de la Constitución. Se trata, por el contrario, de un
tratamiento legislativo que se encuentra plenamente justificado, pues sucede
que tal regulación obedece y se legitima en razón de la naturaleza de las
cosas, o, en otras palabras, porque así lo demanda la complejidad y los rasgos
técnicos que posee dicha actividad monopólica.
En el caso del artículo 1° de la Ley N°. 26285, lo verdaderamente
relevante no es sobre qué ente recaerán las reglas destinadas a adecuar el
desarrollo de sus actividades económicas a lo previsto en el artículo 61° de la
Constitución [lo que sería un exceso cuestionar, pues si existe actividad
monopólica, entonces, por su propia naturaleza, cualquier regulación que se
dicte necesariamente deberá incidir sobre el agente que lo practica], sino, si
la actividad económica sujeta a eliminación progresiva, justifica o no leyes
que autoricen tratamientos especiales.
Y ya en este nivel, no le cabe ninguna duda a este Tribunal que el
problema de los servicios públicos de telecomunicaciones de telefonía fija local
y de servicios de portadores de larga distancia nacional e internacional, es
tan complejo que, ciertamente, no admite ni tolera, razonablemente, que se le
regule dentro de un paquete de actividades económicas.
Por todas estas consideraciones, el Tribunal Constitucional, en uso de
las atribuciones que le confieren la Constitución Política del Perú y su Ley
Orgánica,
Declarando INFUNDADA la demanda de inconstitucionalidad interpuesta contra los artículos 1°, 2° y 3° y la Primera y Segunda Disposición Final y Transitoria de la Ley N.° 26285, e IMPROCEDENTE en sus demás pretensiones. Dispone la notificación a las partes, que ésta se ponga en conocimiento del Poder Ejecutivo, a los efectos de que se proceda conforme a lo expresado en el Fundamento N.° 41, y su publicación en el diario oficial El Peruano.
SS.
ALVA ORLANDINI
BARDELLI LARTIRIGOYEN
REY TERRY
AGUIRRE ROCA
REVOREDO MARSANO
GONZALES OJEDA
GARCÍA TOMA
[1] “Artículo 133°: “Están prohibidos los monopolios, oligopolios, acaparamientos, prácticas y acuerdos respectivos en la actividad industrial y mercantíl. La ley asegura la norma actividad del mercado y establece las sanciones correspondientes”.